Deja a un lado el peso del orgullo - Jon Bloom
Amada iglesia, les compartimos este hermoso artículo donde se nos muestra la importancia de dejar atrás el orgullo que tanto daño nos hace.
Muchas de las cargas que llevo en la vida se hacen mucho más pesadas al añadir encima de ellas una imagen inflada de mí mismo. Simplemente tengo una tendencia a pensar a menudo más y mejor acerca de mí mismo de lo que debería hacerlo (Romanos 12:3).
Irónicamente, el efecto emocional de mi propia imagen inflada es muchas veces una baja autoestima. Me siento mal conmigo mismo.
Siento vergüenza por mi mala memoria cuando se trata de recordar nombres, citas bíblicas, títulos de libros, de lo que se trató el sermón la semana pasada, los puntos principales de mi último artículo, y la cuarta cosa que tengo que recoger en el supermercado. Esto me resulta vergonzoso no porque sea un fracaso moral, sino porque expone el hecho de que mi memoria es más débil que la de la mayoría de mis compañeros. Mis luchas con mi memoria me pesan más de lo que deberían porque quiero ser grande y no lo soy.
Puedo sentir desánimo, incluso vergüenza, cuando la adoración familiar que dirijo no es más organizada, sistemática, regular, o inspiradora para mis hijos (“Papá, ¿ya casi acabamos?”). Mientras que esforzarme por ser más eficaz en estas cosas es bueno, me pesa más de lo que debería porque quiero ser el sabio padre espiritual. Quiero ser conocido por saber qué y cómo enseñar, y por criar a hijos que algún día narren el profundo beneficio que recibieron de la fuente de mi santa sabiduría. Quiero ser grande y no lo soy.
El peso de querer ser grande
Podría seguir elaborando mis sentimientos de insuficiencia —sobre cuánto leo, la lentitud con la que escribo, las lagunas en la crianza, productividad en general, la parálisis en ciertos tipos de toma de decisiones, las luchas para concentrarme, impaciencia con la ambigüedad, y otras numerosas limitaciones, debilidades, y pecados. Probablemente conoces estas luchas u otras como ellas.
Mi sentido acumulado de insuficiencia a menudo se siente como baja autoestima. Pero en realidad, es debido en gran parte a pensar más alto de mí mismo de lo que debo pensar y querer que otros me admiren más de lo que merezco. Mi vergüenza viene de una imagen de mí mismo exageradamente alta que se siente al descubierto por mis limitaciones, debilidades, y pecados; haciendo el vivir o el luchar con ellos mucho más trabajoso de lo necesario.
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este gran peso de orgullo? Gracias sean dadas a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor, quien me invita a tomar su yugo fácil y carga ligera, que es poder abrazar el papel, estatus, y reputación de un siervo (Mateo 11:30; Marcos 9:35).
La liberación en el servicio
Una liberación profunda y penetrante está disponible para cualquier persona que abrace el llamado de Jesús a la servidumbre:
“Ustedes saben que los que son reconocidos como gobernantes de los Gentiles se enseñorean de ellos, y que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no es así, sino que cualquiera de ustedes que desee llegar a ser grande será su servidor, y cualquiera de ustedes que desee ser el primero será siervo de todos. Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:42-45).
¿Hay liberación en convertirse en un siervo, incluso en un esclavo, de todos los demás? ¿Qué es esta extraña paradoja de Jesús? ¿Él nos hace libres (Juan 8:36) para ser esclavos?
¡Sí! Porque el tirano más grande conocido por la humanidad es el orgullo pecaminoso y patológicamente egoísta, que se exalta a sí mismo y vive en cada uno de nosotros. Cuando el orgullo está enfocado hacia adentro, nos esclaviza a las percepciones y a la búsqueda del éxito, la belleza, la competencia, la seguridad, y una reputación codiciada. Y en el proceso nos agobia con cargas que no podemos soportar. Cuando fallamos, nos presiona para mentir y engañar de manera que escondamos aquello por lo que sentimos vergüenza (u orgullo) de admitir. Cuando está enfocado hacia afuera, acumula grandes cargas (“se enseñorea”) sobre otros. Es por eso que Dios misericordiosamente se opone a nuestro orgullo (1 Pedro 5:5).
El llamado de Jesús a ser siervos es un llamado a la libertad (por paradójico que suene). Es libertad de la presión opresiva de tratar de ser lo suficientemente bueno, y de la vergüenza crónica de no ser lo suficientemente bueno. Y nos libra de la tendencia tiránica que tenemos de manipular a otros para que sirvan nuestros orgullosos deseos.
Cuando nuestra imagen propia que se cree del tamaño de Dios se encuentra con nuestras capacidades y fracasos del tamaño de un hombre caído, nos volvemos esclavos de pecados impulsados por orgullo, en un vano intento por cruzar la brecha. Pero al abrazar la humildad de siervo demostrada por Jesús, nos deshacemos del yugo insoportablemente pesado de la servidumbre a tal pecado, y tomamos el fácil yugo de Jesus que son la fe y el amor empoderados por la gracia, pues Dios realmente “[da] gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).
Cómo hacer a un lado el orgullo
Para identificar nuestros mayores castillos de orgullo, hay que recordar que a menudo no se sienten como una superioridad arrogante y fanfarrona (aunque a veces es así). A menudo se sienten como áreas de baja autoestima, porque lo que está alimentando nuestra baja autoestima es un deseo frustrado y avergonzado de ser grande.
Ante esto Jesús nos da una promesa de gracia: “Y cualquiera que se engrandece, será humillado, y cualquiera que se humille, será engrandecido” (Lucas 14:11). Y nos recuerda que Él vino a nosotros “como uno que sirve” (Lucas 22:27), y que deberíamos tener esta mentalidad también: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo” (Filipenses 2:3).
Dejar a un lado el peso de querer ser grandes ocurre cuando quitamos nuestra atención de nuestros logros, nuestro estado, y nuestra reputación, y la enfocamos en Cristo —específicamente en las personas en la iglesia, a menudo en “los más pequeños” (Mateo 25:40), a quien Cristo pone ante nosotros hoy para servir. No solo nos obliga este servicio a poner el amor en acción, sino que también nos libera de la tiranía del orgullo absorto en sí mismo y nos permite experimentar la profunda, gozosa realidad de que “es mejor dar que recibir” (Hechos 20:35).
Artículo de ministerios Desiring God – traducido por Coalición